Un día Vayasravasa, padre del Jóven Nachiketas, deseando agradar a dios, scrificó en su obsequio todos los animales que constituían su hacienda. Y al ver Nachiketeas que se llevaban las ofrendas, reflexionó y se dijo a sí mismo:
— No creo que a Dios le guste que se maten animales en su honor, ni que se le haga regalo de vacas que comen hierba y toman agua y dan leche, agotando su fuerza. El que espera, con estos regalos, que dios lo premie con el cielo, se equivoca y no alcanza nunca el celo, porque son estos dones de muy poco valor.
Entonces se volvió hacia su padre y le dijo: — ¿A quién piensas dedicarme a mí?
— ¡Hijo mío — contestó su padre — yo te doy a la muerte!
— Oh padre y señor mío — dijo Nachketas — yo no temo la muerte; pero creo que no valgo nada para ella, porque no soy sino uno de tantos hombres entre los hombres. Antes de mí, se han muerto miles de hombres. Cuando yo haya muerto, seguirán muriendo. Así pues ¿qué valgo para la muerte?
Partió el joven y llegó a la casa de la muerte, pero como estaba ausente, tuvo que esperarla tres días. Cuando regreso, sus criados le avisaron que un visitante distinguido la aguardaba. Apenada por su tardanza y agradecida por la visita, la muerte dijo a Nachiketas:
— ¡Oh buen joven! Por estas tres noches que has pasado si comer en mi casa, te concedo tres dones. Pídeme lo que quieras, que yo te lo prometo desde luego.
— Quiero — dijo el joven — que cuando yo regrese a mi casa, mi padre no esté enojado ni inquieto por mí. Que no me riña por haber tardado ni se entristezca por mi ausencia, y que me acoja amorosamente.
— Concedido, dijo la muerte, tu padre dormirá en paz sus noches al verte libre de mis brazos.
— En el cielo, oh muerte, nadie teme que llegues tú. Allí el hombre no teme la vejez, ni el hambre, ni la sed y disipado todo sufrimiento, es eternamente dichoso. Tú, sabia muerte, conoces bien el fuego que conduce al cielo. Enséñamelo, pues la fe me embarga.
Este es mi segundo don.
— Ese fuego, Nachiketas, se halla escondido en el corazón que es lugar secreto. Si conservas y avivas ese fuego, él te conducirá hasta el cielo. Y ahora pide tu último don.
— En el mundo, oh muerte, existe una duda terrible acerca de lo que sucede al hombre después que muere. Los unos creen que todo acaba entonces y los otros lo contrario. Revélame la verdad; he aquí mi último don.
— Oh Nachiketas, dijo la muerte, los dioses mismo han dudado sobre este punto. No me obligues a revelarte el secreto. Pídeme otra, otras cosas. Pídeme hijos centenarios e hijos de tus hijos, ganados abundantes, caballos, elefantes y oro; pídeme vastos territorios y vive tantos otoños cuantos quieras. Pídeme la riqueza y el medio de vivir largo tiempo. Sobre la tierra inmensa, oh Nachiketas, sé rey; yo colmaré todos tus deseos. Pide cosas difíciles de realizar, tantas como quieras; estas ninfas, con sus carros y sus arpas, que jamás mortal alguno ha visto, serán tus esclavas. Yo te las concedo. Pero no me interrogues acerca de la muerte.
— ¡Cosas de un día! ¡Goces efímeros! No hacen sino agotar nuestro vigor.Guarda tus esclavas, tus carros y tus danzas. ¿A qué hombre le satisface la riqueza? ¿De qué sirve cuando tú llegas? ¿Cómo viviremos mientras existas tu? El don que escojo es el que reclamo. Nachiketas no pde otro don que aquel que llega hasta el secreto de todas las cosas.
— Atiende pues, oh Nachiketas. Una osa es lo justo y otra cosa es lo agradable. Los dos caminos existen para el hombre, y el insensato escoge el camino de lo agradable. Pero tú, oh Nachiketas, has escogido sabiamente el camino de lo justo. Aquellos que escogen lo agradable, ciegos conducidos por ciegos, yerran el fin de la vida. El brillo de sus riquezas los ciega, el ruido de sus fiestas les impide escuchar la voz de su alma, que es parte del alma de dios. El sabio que logra escuchar la voz que reside en su corazón, fracias a la calma de sus sentidos y de su espíritu, aparta su alma de sus órganos, se eleva por encima de la alegría y del dolor, cosas transitorias, y alcanza la divinidad. En cambio, el insensato nace y muerte como el trigo, y vuelve a nacer en la tierra, porque no es digno de entrar en el reino de dios, y cae una y mil veces en mis manos.
El alma es dueña del carro. El cuerpo es el carro. La razón es el cochero y el espíritu es rienda. Los sentidos son los caballos, los objetos de los sentidos son las rutas que recorre el carro. Alma, sentidos e inteligencia, constituyen al hombre dotado de sensación. El insensato deja desbocar los caballos; pero el sabio los guía con mano segura y los conduce por el camino del cielo y de la inmortalidad, al fin de las transmigraciones, en el seno de dios. No necesita de su cuerpo el que quiera ser semejante a dios, porque dios no tiene forma, ni color, ni olor, ni tacto, ni sonido, ni gusto; es inagotable, eterno, sin fin ni principio, más grande que lo más grande, inmutable. Aquel que lo conoce escapa a la boca de la muerte. Sólo nuestra alma, que viaja a lo lejos sin moverse, que recorre el espacio sin bogar, es capaz de alcanzar la divinidad inmortal.
Así Nachiketas, habiendo aprendido de la muerte el secreto de la sabiduría y las reglas de la perfección, puro de toda mancha, libre de toda pasión, se libró de la muerte, poseedor de la inmortalidad. Lo mismo pasará con todos aquellos que conozcan su alma y la consagren a dios.
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